Como suele ocurrir en estos tiempos de perenne conflictividad social, los días y los meses del año 1988 corrían con gran carga de desesperanza. El rumor se esparció por los barrios de la Primada de América, Santo Domingo, y tal como funciona la rumorología que se cuela por la más ínfima rendija, llegó a la redacción de los medios de comunicación de República Dominicana.
Se decía hace 35 años que cientos de dominicanos se aventuraban en viajes por Centroamérica, vía Guatemala, hasta llegar a las fronteras de México, y de ahí seguir la ruta hasta las ciudades fronterizas cercanas a Estados Unidos con el fin de alcanzar el llamado “Sueño Americano”. Era, y sigue siendo, un periplo tan riesgoso como aterrador.
Los osados criollos que se embarcaron en aquella aventura–como ocurre ahora por esa ruta y la del Darién–solo les acompañaban la esperanza de fábulas tejidas por los hilos de conocidos y familiares, que en no pocos de ellos terminó en pesadilla.
Fue el tiempo de mayor éxodo de dominicanos hacia los Estados Unidos. Entre 1975 y 1980, en esos 5 años, República Dominicana ocupó el primer lugar en cantidad de inmigrantes a la ciudad de New York: 35 mil 860 criollos se sumaron a 353 mil 900 personas nacidas en el extranjero asentadas en esa ciudad, en solo cinco años.
De acuerdo con el censo de Estados Unidos de ese año, 169 mil inmigrantes de origen dominicano residían en Norteamérica, de los cuales 124 mil 100 en la Gran Manzana. Ese dato hoy es de 2 millones 094 mil criollos que residen en Norteamérica, el 89.3 por ciento de los dominicanos que aparecen registrados como fuera del país.
Atraídos por los vientos de“bonanzas” de familiares radicados allá, no pocos de los que se quedaron en su lar nativo también fueron arrastrados por los factores que generaron el éxodo latinoamericano en la llamada “Década Perdida”, 1980-1990, un período de crisis en América Latina que los empujó a buscar nuevos horizontes.
De acuerdo con los estudios realizados en ese momento, los dominicanos alcanzaban la tasa laboral relativamente más alta, de 79.9 por ciento para los hombres y 49.9 por ciento para las mujeres, según el censo de 1980 de la ciudad de Nueva York.
Como se observa en este tiempo de sociedades hipercomplejizadas, los latinoamericanos siguen una espiral ascendente de movilidad migratoria hacia el país donde consideran se les puede presentar mejores oportunidades de desarrollo y calidad de vida.
La diferencia en este siglo XXl con aquel tiempo radica en que los inmigrantes a Estados Unidos ahora lo hacen en caravanas, forzando a los países en la ruta fronteriza como México, Guatemala y Panamá a tomar medidas extremas para contener la hola humana. Eso tiene una explicación profunda, que abordarlo me apartaría del motivo de este trabajo.
Una travesía peligrosa
El negocio transnacional de tráfico de indocumentados tiene décadas operando, obligando a los Estados a enfrentar con legislaciones para castigar a quienes se dedican a ese flagelo y al tráfico de las drogas y de armas, que tienen fines diferentes al primero pero muchas veces andan juntos. Las raíces de esos problemas siguen latentes, mientras los esfuerzos que se hacen para combatir ese lastre parecen insuficientes.
No son pocos los criollos que residen ahora en Estados Unidos, ya de manera legal, que corrieron los riesgos que representa llegar a Tecún Umán, Guatemala, frontera con la ciudad mexicana de Hidalgo, en Chiapas pero que su ruta final fue siempre Estados Unidos.
Para darnos cuenta de la peligrosidad de aquella travesía, les cuento el viaja que hice como reportero a Ciudad Guatemela en 1988.
Acompañado del editor y camarógrafo Horacio Turbides, me hospedé en el hotel Belmont, a escasas esquinas de la parada del bus que nos llevaría a Tecún Umán, a seis horas hasta la frontera sur de México.
Estaba tan a la “moda” el tráfico humano por Guatemala que al salir del aeropuerto, unos “agentes migratorios” nos abordaron para pedirnos documentos, cosa que habíamos hecho en las instalaciones de la terminal aeroportuaria con agentes oficiales de Migración. Con la autoridad del que sabe que no anda en falta, mandamos a freír tusa a los impostores.
Llegada la medianoche del otro día, y habiendo hecho entrevistas a los responsables de Turismo y Migración, abordamos el autobús que nos condujo toda la madrugada hasta la frontera de Tucún Umán, un poblado al occidente de Guatemala que está separado por el río Suchiate, en el departamento de San Marcos.
En el autobús, además de los pasajeros habituales, viajaba gente extraña, pero el sueño del reportaje no lo detenía nada. Cuando arribamos al parque central de Tecún Umán con nuestros cuerpos hechos papilla, descubrimos que algunos de los viajeros eran “Coyotes”, personas dedicadas al trasiego humano por la frontera, que “facilitan” protección, cobijo y transporte para vadear el referido río.
El departamento de San Marcos tenía entonces una espesa vegetación en la frontera con México, fuertemente custodiada por militares guatemaltecos. (Recuérdese que en El Salvador, en frontera con Guatemala, operaban entonces guerrilleros del FMLN).
Pero los denominados “Coyotes” también tenían su fama. A no pocos de ellos se les vinculó con asaltos, violaciones a mujeres y abusos a viajeros indocumentados. Decenas de personas fueron desvalijadas, de tal suerte que tenían que comunicarse con familiares en Estados Unidos para que les enviaran dinero. Desde aquellos años, se desconoce el paradero de decenas de dominicanos y dominicanas que intentaron la travesía.
Uno de los policías de frontera, a bordo de una bicicleta, nos pidió los documentos de identificación cuando buscábamos transporte para llegar a orillas del río y poder filmar el lugar donde se produce el cruce.
Le dije con firmeza al policía que nos llevara donde el superior suyo. Accedió a nuestra petición. El oficial estaba durmiendo y cuando se presentó ante nosotros, le explicamos nuestra misión. Nos hizo una carta de autorización y con ella pudimos desplazarnos hasta la zona boscosa.
Lo que vimos allí fue dantesco: decenas de personas se peleaban para subir a una balsa construida con un tubo gigante de goma de vehículo, cruzado en su centro con madera, en la que llegaban al otro extremo del río, ya en territorio mexicano. Desde la orilla donde filmábamos, Horacio y yo podíamos observar a los guardias de frontera mexicanos.
Nuestra misión se complicó cuando llegó una patrulla militar guatemaltecos. Se percataron sus integrantes de que habíamos tomado imágenes de ellos. Le dije a Horacio que venían por nosotros. Hábilmente, Horacio rodó hacia atrás el video cuando se acercaban. Nos pidieron dejarles ver lo que habíamos grabado. No se dieron cuenta de nada y pudimos terminar el trabajo y salir de aquella jungla con vida.
¿Qué está pasando en América Latina que han vuelto los viajes suicidas por nuestras fronteras?